No hay peor ciego…
La autonomía limitada que nos permitieron bajo el ELA, existe solamente mientras así le plazca al congreso.
Explicaciones recientes referentes a las decisiones del Tribunal Supremo de los Estados Unidos interpretando la cláusula territorial de la constitución federal, no aguantan escrutinio. Al contrario de la narrativa ideológica que nos presenta, un inventario objetivo de los casos sobre ley territorial federal nos muestra una historia muy distinta.
Por ejemplo, la decisión del Tribunal Supremo federal en Rodríguez v. Partido Popular Democrático (1982) citada como la marca más significativa sobre el Estado (como los 50 otros) Libre (como Cuba, Venezuela y Bolivia) Asociado (como el Estado Federado de Micronesia, Palau y la República de las Islas Marshall), “pasó de ser un mero territorio al status único de Estado Libre Asociado”, citando a Córdova-Simonpietri. Incluso se sugiere que Rodríguez confirma de alguna manera que la concesión de una constitución local en 1950 limitó para siempre los poderes del Congreso de aplicar leyes federales a Puerto Rico. ¡Falso! Rodríguez v.
PPD se refería al procedimiento para llenar vacantes en la Legislatura local en 1980. El caso ni siquiera menciona la cláusula territorial.
Más aun, aunque a nadie en Washington le interesa cómo llenamos vacantes en la Legislatura local, siempre y cuando no infrinja sobre la Constitución federal, la corte dejó claro que el ELA, al igual que cualquier estado de la unión, tenía una autonomía limitada sujeta a la supremacía de ley federal, que aplica a Puerto Rico por conducto de “la cláusula territorial”. Al contrario de los estados, sin embargo, la autonomía de Puerto Rico es estatutaria, así que el ELA no tiene ningún derecho a demandar la misma soberanía inherente y permanente reservada exclusivamente a los estados bajo la décima enmienda.
Pero más importante aún, la corte en Rodríguez ratificó la ley local porque no estaba en conflicto con la federal. De lo contrario, la ley local hubiera sido anulada.
Esto queda claramente ilustrado en otros casos no citados, tal y como U.S. v. Quiñones (anulando nuestra disposición constitucional al prohibir la interceptación de llamadas telefónicas), así como U.S. v. Acosta-Martínez (que aplica aquí la pena de muerte federal a pesar de la prohibición bajo la Constitución del ELA). Estas sentencias federales, donde se alega que el ELA es un pacto bilateral inalterable, fueron confirmadas por el Tribunal Supremo de Estados Unidos.
Esto deja meridianamente claro que no existe ningún área de soberanía local que el Congreso no pueda manipular bajo la cláusula territorial.
Las sentencias federales anulando los reclamos falsos de nacionalidad separada en los casos de Lozada y Mari Bras, así como la derogación de la sección federal 936, rompieron el mito de la autonomía soberana o fiscal bajo el ELA, demostrando una vez más que los poderes plenarios del Congreso bajo la cláusula territorial están vivitos y coleando en Puerto Rico.
Hay solo dos casos del Tribunal Supremo federal que tienen relevancia sobre el asunto. Del saque concedo que ambos son retrógrados y nuestra misión en la vida colonial debe ser a b o l i r l o s.
El primero es Downes v. Bidwell (1901), donde se decide que bajo la cláusula territorial el Congreso puede gobernar a no ciudadanos americanos bajo estatutos federales sin extender la constitución federal de su propia fuerza y vigor.
Y, el segundo, Balzac v. Puerto Rico (1922), un caso de discriminación infame donde el tribunal decide que el Congreso puede conferirle la ciudadanía americana a los residentes de Puerto Rico, y continuar gobernándolos como un territorio sin extenderles todos los beneficios de la Constitución federal, igual que como lo hacía cuando no eran ciudadanos americanos, destinándonos a ser colonia para siempre. La injusticia de este caso sólo se puede corregir por la estadidad federada o la soberanía total. Nunca será resuelta por acuerdos intergubernamentales, estatutos federales y casos implementando el régimen estadolibrista creado bajo los poderes territoriales plenarios del Congreso.
Y ahora, ¿cuál mente es la que está encajonada? ¿ O nos olvidamos de quién era don José Trías Monge?